No deseo que seas recuerdo

Hace dí­as que quiero escribirte. No he tenido hasta hoy el valor para hacerlo. Mi espí­ritu solitario se resiste a abrirte paso y teme entregarse por completo. Debo confesarte que la soledad tiene mucho de estimulante y que en la angustia también existe algo de placer. Son sentimientos que nos revelan que estamos vivos. Hoy, tu presencia, aunque por momentos me lleva a la gloria, también me inspira desolación. El ego juega a veces malas pasadas y nos empuja a lo más oscuro, a aquello que tenemos miedo afrontar porque forma parte de nosotros mismos. La perdida de control sofoca a aquellos que queremos trascender en otros.

Es necesario comprender que el individuo se define y se identifica en y por otros. Somos sociales por naturaleza y nos sometemos al escrutinio público más allá de nuestros propios deseos. Como todo en la vida, nuestros principios morales que consideramos por momentos inviolables, se relativizan cuando el placer o el dolor, esos dos testigos infaltables de nuestra existencia, nos llevan a conocernos y nos entregan a lo primario de nuestra existencia. Ya no tengo la posibilidad de considerar una moral absoluta, la perdí­ en tu lecho, con mucho placer y sin el menor remordimiento. Como ves ya no tengo el complejo de admitirlo, he perdido el temor a enfrentar mis fantasmas y me permito conocerme mejor.

Creo en la vida como una sucesión de momentos, donde el amor eterno es una utopí­a que nos lleva a caer más fuerte cuando nos percatamos que no existe la felicidad perfecta. El conocer lo amado, el pensarlo, fusionarlo con la pasión, y amar los defectos de lo amado, con una buena dosis de coraje para perder el control, es lo más cercano a la perfección terrenal entre dos cuerpos. Se necesita valor para dejar de lado la comodidad y aventurarse a lo desconocido. Somos un bagaje de experiencias que nos duelen, que nos trazan un camino de temores que nos limitan a arriesgarnos, la pasión que la edad adormece poco a poco y que la reemplaza por una certidumbre inexistente. La cobardí­a te entrega suavemente al tiempo, a sentir lo confortable, lo socialmente aceptable y relegas el alma al olvido. Poco a poco la muerte triunfa, con control, pero sin vida, sin palpitaciones que aceleren el pulso, aquel vértigo que solo al mirar lo amado cosquillea el vientre, esa mirada que sin palabras nos desnuda y que nos permite detener el tiempo.

Es el triunfo del temor a vivir que me derrota con los dí­as. Siento la negación del espí­ritu de la juventud ahogado por la prudencia. ¿Acaso crees que el amor se puede forzar?

Siento el temor de lo profundo, de aquel lugar donde todo se ve distante y la claridad se desvanece, donde no hay luz para dos. La polvareda del viento termina en el olvido.

No deseo que seas recuerdo, todaví­a tengo el olor de tu cuerpo.

Mientras mi recuerdo humedezca la imaginación y tus ojos reflejen la perdición, será tuyo y amaría el pecado de sentirte.

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